martes, noviembre 12, 2024

Megadisparótolis. La Crítica de Megalópolis

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El creador de la saga del Padrino y Apocalipsis Now entre otras obras maestras del séptimo arte estrena tras casi 40 años peleando por su producción al fin uno de sus últimos grandes proyectos «Megalópolis» el cual logra sorprender a propios y extraños… Aunque no precisamente para bien.

El nombre de Francis Ford Coppola es sencillamente sinónimo de cine. Suyas han sido algunas de las obras más importantes de la historia de esta industria que dominó como nadie en los 70 cuando enlazó las 2 primeras películas del Padrino (El Padrino, Coppola 1972 y el Padrino. Parte II Coppola 1974) con otros dos excelentes filmes como La Conversación (Coppola, 1974) y Apocalypse Now (Coppola, 1979) todas ellas de forma consecutiva lo que le convierten en uno de los mejores directores de la historia.

Ahora bien, la carrera de Ford Coppola quien alcanzó la considerable edad de los 85 años de vida a principios de abril de este mismo año, no la podemos reducir sólo a esta década (aunque no sería una mala idea del todo), es más, conviene hacer un pequeño repaso de la misma antes de atacar esta rotundamente fallida Megalópolis debido a que nos puede ayudar a entender (en parte) porque se ha producido algo así.

Las primeras andanzas de Coppola en la industria se remontan a sus inicios en los años 60 acompañando al recién fallecido Roger Corman quien fuera más tarde el director del Silencio de los Corderos (Corman, 1991), La pequeña tienda de la muerte (Corman, 1960), La máscara de la muerte (Corman, 1964) o El palacio de los espíritus (Corman, 1963) en la que coincidió con Coppola. De este punto, saltó al estrellato en solitario que ya hemos subrayado en los 70 y de ahí a unas dos décadas posteriores, 80s y 90s, en las que combinó las tareas de dirección con la producción de películas.

Durante estos años, Coppola combina películas muy criticadas, como Jack (1993) o la tercera parte de El Padrino (1990), con otras de indudable valor, como La Ley de la Calle (1983) o Drácula de Bram Stoker (1992), lo que hace que la calidad de las películas que llevan su nombre se vuelva mucho más irregular, como es lógico

Es en esta época cuando el director natural de Detroit empieza a tramar la idea de Megalopólis por la que construye un guion que sin embargo topa con las productoras que le niegan su colaboración en este proyecto. Él tenía una productora propia pero quiebra lo que también imposibilita su autoproducción. Por lo tanto, este sueño tan caro quedó aparcado hasta que lo vuelve a intentar a principios de los 2000. Por estas fechas se llegó a filtrar que ya tenía un reparto conformado por algunos de los mejores actores del momento entre los que figuraba Leonardo DiCaprio. No obstante, la corta pero intensa crisis financiera que supone el 11S hace cancelar de nuevo el proyecto de Megalópolis.

Pequeño inciso para los «mal» llamados conspiranoicos (como diría Raúl Cimas para mí sois los despiertos) se asegura que en esta producción anterior al atentado del World Trade Center aparecía un avión que se estrellaba contra las Torres Gemelas de Nueva York… Ahí os lo dejo, atar cabos vosotros mismos que yo no me quiero meter en más líos.

Desde entonces, volviendo a la cronología de la obra, inicia al contrario de lo que un contexto de entrada a la vejez podría augurar en cualquier persona una deriva muy radical hacia el experimentalismo que lleva a Coppola a realizar una serie de películas, tampoco muchas (su generación baja considerablemente), que se estrellan con la crítica y el público como Tetro (Coppola, 2009) o Twixt (Coppola, 2011).

En resumidas cuentas son obras extrañas, hiperbólicas e innovadoras que no funcionan y que marcan el siglo XXI del director estadounidense, hasta que tras una nueva actualización del guión de Megalópolis, al menos la tercera desde los 80s, le llega la posibilidad de encabezar este ansiado proyecto personal con un reparto nuevo entre los que destaca Adam Driver, Nathalie Emmanuel, Giancarlo Esposito o Dustin Hoffman.

Entrando ya en Megalópolis esta es una obra de Ciencia Ficción en la que se retrata unos Estados Unidos de América del futuro que están gobernados por Césares de hecho a este país centralizado en Nueva York no se le conoce como tal sino como la Nueva Roma, en el que hay una serie de luchas de poder entre el conservador alcalde Cicero representado por Giancarlo Esposito contra el atrevido y soñador Cesar Catilina Adam Driver y un stablishment comandado por el hombre más rico de este universo Hamilton Craso III del que tratan de aprovecharse en sus últimos coletazos de vida el primo de Cesar Claudio y una busca fortunas como Wow Platinum mediante prácticas populistas.

Ente medias del combate político con claras referencias a la sociedad actual se concatenan muchos guiños superfluos e innecesarios a la cultura clásica romana y un claro barniz shakespiriano muy pretencioso que sinceramente no hay por donde cogerlo. Además, hay una trama amorosa, la que relaciona a Cesar Catilina/Adam Driver con la hija de su archienemigo Julia Cicero/Nathalie Emmanuel.

Todo ello sazonado con planos y recreaciones digitales muy locas, varias escenas que son sencillamente horrorosas, personajes que aparecen y desaparecen sin saber muy bien por qué como el de Dustin Hoffman que reflejan el hecho de que parten de un guion refrito durante años y un desenlace (ALERTA SPOILER) basado en el buenismo de que el amor entre las élites políticas dará por finalizadas las viejas rivalidades y en que las bondades que comporta abrazar las nuevas tecnologías harán de este mundo un lugar mejor para todos. Cosa que aunque aplaudo la intención y ojalá suceda así en la vida real lo cierto es que no hay quien se lo trague ni siquiera el más optimista pensador de nuestros tiempos considero que lo pudiera hacer.

La nota positiva por rescatar algo la conforman las interpretaciones especialmente la de Adam Driver, un actor que particularmente nunca me había acabado de gustar, del que no obstante debo de admitir que en este caso hace todo lo posible para salvar esta película. Asimismo, durante la misma se produce alguna representación guapa aunque sinsentido que logra impactar visualmente como esa estatua de la justicia que se desvanece en los barrios marginales de Nueva York o la mano de la divinidad que roba la luna. Aún así lo poco bueno me resulta insuficiente para salvarla ni siquiera me consuela la mención deportiva al Madison Square Garden de Nueva York (el hogar de mis queridísimos NY Knicks) convertida en el Coliseo romano de esta sociedad futurible americana repleta de césares.

En definitiva, Megalópolis es una obra que solo podía permitirse un mito de la talla de Coppola, que debe ser comprendida dentro de un contexto muy específico de su carrera y que sea como fuere, esta película quedará como uno de los últimas grandes locuras de un genio como Francis Ford Coppola, a quien nadie podrá arrebatarle el calificativo de genio, haga lo que haga. Sin embargo, si analizamos esta obra en su singularidad, no es más que lo que indica el titular de este artículo: un genuino disparate, o mejor dicho, un Megadisparótolis.

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