miércoles, noviembre 6, 2024

Salando la sangre

Tiempo de lectura: 3 minutos
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El mar, esa inmensa masa de agua que baña nuestras costas, ese azul que atempera nuestro clima, configura nuestra historia y, a menudo, salpica nuestros recuerdos estivales de infancia y esparcimiento. Ese vecino próximo al que sin embargo, la mayoría de nosotros le damos la espalda y apenas vislumbramos su inmensidad y atractivo a través de la literatura, o desde las plácidas toallas con las que cubrimos sus playas.

Sin embargo esa ingente masa de agua azul esconde muchas otras facetas, bajo sus aguas cobija un mundo que los aficionados al buceo conocen bien, sobre sus aguas, es el medio de transporte preferido para nuestras mercancias, pero también el “pabellón” de una hermosa disciplina deportiva, la vela.

Con el objetivo de acercar el mundo de la vela al común de los mortales la Federación de Vela de la Comunitat Valenciana gestiona el barco-escuela Tirant Primer. Nos embarcamos en la Goleta con ellos para conocer uno de sus programas de SAIL TRAINING, en formato de fin de semana.

La primera sensación que todo aquel profano en náutica experimenta cuando se sube a un barco es la de inestabilidad, todo se mueve, lo que provoca la infrenable necesidad de encontrar puntos fijos a los que aferrarse y la cómica situación de convertir a personas que normalmente caminan respetablemente erguidas en guiñapos agachados con cara de preocupación que deambulan encorvados y a trompicones salvajemente amarrados a cuantos objetos encuentran a su paso.

Superado el período de aclimatamiento tu cuerpo empieza a asimilar el nuevo escenario, es entonces cuando aparecen las imágenes que el cine y literatura han sembrado en nuestra mente, de repente quieres convertirte en un intrépido lobo de mar, emular al capitán Sparrow y sus piratas, emprender la obsesiva aventura del capitán Ahab a bordo del Pequod en su búsqueda de Moby Dick. Aparece el ansía por saber, por dominar y controlar el nuevo escenario. Intrépida falacia, incluso desde la placidez de un día soleado en una gran embarcación de paseo a vela, el más valiente de los novatos se afana en simular la mejor de las sonrisas cuando el barco escora y todo vuelve a convertirse asombrosamente inestable y peligroso, mientras la nueva imagen de hombre duro delmar fuerza a mantener el tipo y la sonrisa. Debe ser cosa de los entornos extraños, ya que es la misma situación que experimento cuando, superado el canguelo del despegue inicial, nos sentimos aceptablemente seguros en los vuelos cuando de repente atravesamos una zona de turbulencias y sonreímos al mundo mientras internamente nos encomendamos a una fé que creíamos perdida preparándonos para lo peor.

Es entonces cuando llegas al “punto de no-evolución”, puedes sobrevivir en este entorno flotante, pero nunca podrás dominarlo, hay que asumirlo y tratar de jugar con ese escenario. Es ahí cuando puedes empezar a aprender, hasta entonces, los esfuerzos de nuestros monitores por inculcarnos unos mínimos conocimientos náuticos eran extrañas palabras, encantadoras sí, pero inteligibles, cómo todo el vocabulario náutico. Siempre me ha parecido poético y hermoso, tanto como incomprensible el vocabulario náutico, levantando una férrea barrera entre “los iniciados” en la religión y los “profanos”. Ocurre lo mismo con las lenguas. Es así como el buque escuela empieza a cobrar sentido y a dejar su pátina de cultura náutica sobre los alumnos, cuando las piezas empiezan mínimamente a encajar y empiezas a entender y a incorporar las más básicas palabras náuticas: orzar, ceñir, trasluchar, génova o mayor. Pero más aún, cuando la serie de “ejercicios gimnásticos” que hasta ahora veníamos desarrollando por equipos en cubierta empieza a tener un porqué. Tirar de una cuerda (perdón, cabo!) para recoger-soltar velas para virar, cobrar, aferrarse a un wincher, cosita metálica para recoger cabos, desde la bañera, buscar la dirección del viento para fijar el rumbo más rápido de la embarcación etc.

Pero la experiencia en el mar no está compuesta únicamente por la evolución de los estados internos de los cuerpos ante el entorno, o por el chiribiri de conocimientos que precipitan sobre uno con la esperanza que algo cale, sino también por la experiencia social e individual que supone. Es curioso esto de las experiencias grupales, dependiendo de las personas, los entornos o las situaciones un conjunto de individuos se convierte en un grupo en el que se establecen dinámicas propias. Es lo que ocurre en un barco. Un espacio reducido, da igual lo grande que sea un barco, siempre resulta todo pequeño, en que personas desconocidas de apiñan, y esa parte es intrínsica a la experiencia náutica, salvo, supongo, los casos de navegación solitaria. La repentina necesidad de “gestión de los espacios”, de tener que aunar las necesidades colectivas que el barco demanda, desde el trabajo en equipo en la maniobrabilidad de la embarcación, a la mínima convivencia que un grupo de personas en un espacio reducido conlleva. Y la soledad, poder disfrutar de momentos individuales, de silencio e introspección, mirando, analizando el eterno, el constante, el cambiante y el igual infinito azul, la experiencia del viento, del olor, y del sabor, la sal y el sol, tu mente y el infinito, es ahí cuando, como Melville, oyes el resoplido de Moby Dick, Nemo te lleva en su Nautilus mientras Serrat te susurra al oído que tu identidad está relacionada con el Mediterráneo, y algo tendrá que ver…

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